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SvebNoticias lunes, 17 de agosto de 2015

Historia de "La Peque" mujer halcon dedicada al narco de grupo de los zetas

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Baja California 17 de agosto.- Al año muchas mujeres deciden formar parte de las filas del narcotráfico, algunas son obligadas, otras tantas por falta de oportunidades, por descuido de sus padres y algunas otras por mero gusto deciden convertirse en delincuentes realizando tareas para el narco desde el halconeo, sicariato y narcomenudeo en un mundo donde la vida no la tienen comprada y dos cosas tienen seguro la cárcel o la muerte, esta es la historia de una mujer que desde temprana edad formo parte del Cártel de Los Juana alias “La Peque” está recluida en uno de los Centros de Reinserción Social de Baja California.


En libertad perteneció al brutal cártel de los Zetas. Decapitaciones y desmembramiento corporal como sello de la casa. En este relato, Juana nos narra las distintas estaciones por las que ha transitado y que la han conducido de la libertad al encierro carcelario; del sexo servicio al halconeo, como le llaman en el argot del crimen organizado a las tareas de contraespionaje de militares y policías.

Si hay algo a lo que Juana le tiene miedo es a que le corten las orejas pedacito por pedacito. Como si fueran páginas de periódico a que solamente se les quiere recortar las erres. Su niñez no se asoma por ningún lado. Parecería haber abandonado el encierro del vientre materno siendo un adulto. Y una vez fuera del útero trabajó de cocinera, mesera, sexoservidora y halcona del Cártel de los Zetas.

Nuevamente está encerrada; ahora en una cárcel fronteriza; en un estómago de piedra. Mientras pone en forma su narración, recuerdo una tétrica narración periodística. Se trata de la esposa de un empresario mexicano a la que en su secuestro, y con la frialdad de una serpiente, su verdugo le pregunta: “¿Prefiere que le corte la oreja izquierda o la derecha?, dígame para saber en cuál ponerle anestesia”. Aunque se pagó el rescate, tres meses después volvería a su hogar sin ambas.

De la espesa neblina que es su memoria, Juana, recupera la mañana en que abrió la puerta de una casa de seguridad de la organización y vio a un hombre tirado boca abajo sobre el piso de la sala. Rodeó al bulto como si se tratara de una fogata y caminó hasta el patio trasero donde cuatro de sus cómplices consumían cigarros de mariguana y tabaco.

Cuando estuvo frente a ellos la miraron como si se tratara de una bola de humo, como la sombra que no es de nadie. Luego todos fueron hasta donde estaba el hombre que para su sorpresa se encontraba consciente. Lo interrogan, y lo que responde lo condena. Juana finge que vomita al relatarme que le trituraron el cráneo con un mazo de acero para romper concreto.

Yo no voy a limpiar su puto cochinero; a ustedes les toca ―les diría serenamente, sintiendo latir en las sienes una mezcla de espanto y tristeza—. Media hora después permanecería en una cantina, ebria de cerveza, escuchando salir de la rockola música tex mex y canciones de Los Cadetes de Linares. Que le desintegren la cabeza con un mazo también le da un chingo de miedo, y tristeza. Juana nació en el estado de Hidalgo.

Por su seguridad debo olvidar la ciudad donde creció. Tiene 28 años, pero por su apariencia podría ser la madre de alguien de esa misma edad. Ochenta y cinco kilos repartidos en un metro con setenta centímetros que se comunican por medio de una atronadora voz. En sus palabras: “Desde niña fui rebelde, drogadicta y alcohólica”.

Luego tuvo 15 años y quedó embarazada de su primer esposo, dos décadas mayor que ella. Le gusta jugar futbol y los hombres con los brazos tatuados. Le molesta la hipocresía, el encierro y el sabor de los limones. Piensa que el dolor siempre está ahí y que solamente es cuestión de que algo lo despierte. La etapa más feliz de su vida fue la educación secundaria y el nacimiento de su hijo.

En la cárcel está terminando la preparatoria y aprendiendo contabilidad de manera autodidacta. JUANA Sonará feo, pero me convertí en perro fiel del jefe, en algo más que un simple halcón que vigilaba y reportaba los operativos policiales y militares.

Ese trabajo lo hacen taxistas, paleteros, despachadores de gasolina, agentes de tránsito, boleros, vendedores de piratería o cualquiera que trabaje o deambule en la vía pública. Cuando andas en este tipo de actividad tienes que relacionarte con mucha gente para no levantar sospechas.

Tienes que hacer relaciones para tener siempre un lugar donde perder el tiempo mientras vigilas. En las mañanas me iba a un lugar donde venden pulque y me quedaba tres horas platicando; o me iba con unos amigos que trabajaban en una gasolinera, o a sentar al monte para vigilar desde ahí. En la noche me metía a un bar, y así me la llevaba hasta que se hiciera una jornada de trabajo; son tres turnos por cada 24 horas.

Cuando me castigaban me mandaban a halconear al panteón, porque sabían que le tengo mucho miedo a los cementerios. Hidalgo es de los Zetas. Del “Señor” (Heriberto Lazcano). Hizo una iglesia muy grandota en Pachuca: la de San Juan de los Lagos.

Su casa colinda con el cuartel militar. Ahí hace unas fiestas muy grandes el 2 de febrero; a las que he ido, pero para ser sincera no lo he visto en persona. “La última letra” controla el penal y a la policía municipal y estatal. Hace dos meses hablé por teléfono con una persona que me dijo que la fiesta se había hecho igual que siempre; lo que me hace pensar que si El Señor estuviera muerto no hubiera habido festejo.

El primer año que yo fui a una de esas fiestas fue en 2008. Llevaba dinero para pagar la entrada y la cerveza, y mi amiga con la que iba me dijo: “Guarda tu dinero, aquí vas a tomar hasta decir basta”. Pregunté de quién era la fiesta y me dijo que de una persona muy importante, muy pesada; pensé que se trataba de un político que en ese tiempo estaba de candidato. A la mitad del festejo se apagó la música y el del sonido nos pidió que todos diéramos las gracias al gran narcotraficante, Lazcano; me saqué mucho de onda; en ese tiempo yo todavía no trabajaba para la organización, pero conocía una que otra gente.

Después nos pidió que brindáramos hacia el lado derecho levantando nuestra copa, volteando hacia una ventana en un tercer piso donde se veía una silueta que brindaba con nosotros. Se supone que era Lazcano.

Cobro de piso El cobro de piso es a aquellos que venden algo ilícito, como a los bares y antros que venden droga, y como no saben de qué cártel es la droga que se está vendiendo, pues le cobran piso a todos parejo; allá los contras son la Michoacana (La Familia Michoacana). El cobro de piso también se le hace a las farmacias que venden perico, que no es cocaína, sino unas pastillas que compran los camioneros para que no les dé sueño; aunque en realidad son para bajar de peso. También pagan los que venden piratería, las tiendas de celulares, los tiangueros y a las cachimbas: que son cocinas y regaderas que están en las orillas de la carretera y que es donde se bañan y alimentan los camioneros; ahí también les venden perico.

Yo trabajé en un bar donde les cobraban cinco mil pesos quincenales, pero entre más gana el negocio más se les cobra. Llega una persona y te dice: “Somos de los Zetas y tiene que pagar piso si quiere continuar con su negocio. Si no paga y no lo cierra, se chinga y lo matamos”. Pero los que pagan piso reciben protección. Solamente es cuestión de decir: “Fulanito se está pasando de lanza”, y en ese momento llega la gente (sicarios) a resolver las cosas. Halcones Un halcón es básicamente el nivel más bajo del organigrama. Para ascender se pueden hacer varias cosas. Mi jefe que también había sido halcón, un día lo agarran y le dicen que va a encargarse de todos los halcones de Pachuca. No sé qué significa, pero a los jefes de halcones les dicen RT. Una reunión de trabajo de un grupo de halcones es muy equis.

Las juntas que a mí me tocaron fueron en el estacionamiento de un OXXO. Me acuerdo de la última junta: nos hablaron como a ocho halcones y llegamos al estacionamiento. Mi RT me dice: “El que va llegando es el comandante del estado”. Y como te digo que era como su perro fiel, nomás a mí me subió a la camioneta con él comandante. Mi RT me presenta y le dice que yo soy una persona con muchos contactos. Me asignan conseguir 50 halcones más. En cinco minutos se acabó la junta. Nomás nos dejaron dinero para pasaje, gastos, tarjetas para el teléfono y el sueldo que son seis mil pesos a la quincena. El reclutamiento de los 50 halcones lo hice con pura gente conocida; por ejemplo, dos chavos mariguanos, muy locos, que conocí en el bar donde trabajaba.

Les dije que había dinero y me preguntaron que cuánto ganarían. Nomás les expliqué que seis mil a la quincena más 1,500 de gastos y una ficha de 500 para celular. La mayoría es gente drogadicta o gente muy necesitada de dinero que le va a entrar a lo que sea. El trabajo consiste en reportar cada hora lo que sucede por medio de mensajes del celular; pase o no pase nada, aunque se trate de la policía municipal, que es la que está comprada por la organización. Pero si ves movimiento de militares debes marcar, ya no al RT, sino al comandante de la plaza, porque a veces los mensajes se atoran y no llegan; éramos 80 halcones, imagínate todos mandando mensajes al mismo tiempo. Si van entrando las ratas (Policía Federal), los verdes (militares) o las panteras (patrullas estatales de Fuerza y Tarea) por la carretera a México y miras que es una patrulla tras otra, debes marcar rápido.

Si te apendejas y no haces bien tu trabajo te putean, te tablean. Una vez me salvé de que me tablearan: se me habían pasado unas patrullas por llegar tarde al punto de vigilancia donde me tocaba estar; solamente reporté cuatro y habían entrado como 16 a la ciudad… Un día me llamó mi RT para decirme que una de las halconas necesitaba ayuda; había desobedecido una orden y la habían tableado. Necesitaba que la curaran. Tablear es cuando, con una tabla como de metro y medio de largo y con tres hoyos, te pegan en las nalgas. Los hoyos se los hacen para que no agarre aire y se frene al momento en que te van a golpear.

A esta mujer le habían dado 15 tablazos. Fui al departamento donde vivía y la curé. Nunca había mirado la carne humana tan, no sé cómo decirlo, tan podrida, tan negra, tan abierta. No te miento: le abrí las nalgas para curarla y casi vomito del color, de cómo se veía. Estuvo cuatro días bocabajo porque no podía sentarse. Por suerte nunca me tablearon; solamente una vez me dieron unos cachazos en la cabeza porque en lugar de irme a vigilar a la calle me había ido a dormir a mi casa; ya me estaba dando por costumbre vigilar cuatro horas de las ocho que debían ser. En otra ocasión me amarraron durante dos días porque no quise irme a vigilar desde un cementerio; me dan mucho miedo los panteones. Cuando te amarran te dejan tirada en un cuarto atada de pies y manos; puede ser hasta una semana. Si la persona que está cuidándote es buena onda te ayuda a ir al baño, sino, ahí tirada orinas y cagas. A veces te dan agua o un taco al día; a veces nomás una cobija. Inicio Zeta Empecé a conocer a la gente de la organización a finales de 2008 cuando trabajaba en un bar. Llegaba la gente (los Zetas) a cobrar piso, pero al principio no me daba cuenta de lo que hacían. En una ocasión la dueña del bar nos dice a mí y a una de mis compañeras: “Váyanse a sentar con esos tipos para reponer el dinero, porque me acaban de cobrar piso”. Cobrar se hizo algo normal: llegaban, le cobraban piso a la señora y se ponían a pistear con nosotras, las muchachas del bar. Entonces nosotras teníamos que sentarnos con ellos a tomar cerveza, una tras otra para sacarles dinero de la venta de alcohol, de la rockola o bailando con ellos. En una de tantas ocasiones en que nos sentábamos con los que cobraban piso me pidieron mi número de teléfono. Un viernes me hablan al celular y me piden que les consiga ocho muchachas para una fiesta. El que me estaba hablando, dijo: “Mija, no te preocupes por cuánto nos vayan a cobrar, nosotros pagamos lo que sea”. Por estar de diez de la noche a cinco de la mañana nos dieron 20 mil pesos a cada una, y aparte, nos dieron de beber a más no poder; se enojaban si no tomábamos a la par de ellos.

Eso sí, se metían cocaína como animales. Otra noche los tipos me piden prestada la casa para hacer una fiesta. Como agradecimiento me regalaron un tabique de cocaína lavada de fresa. Ya lo iba a tirar el tabique a la basura, pero a los dos días me hablan para saber si todavía lo tenía o me lo había retacado en las narices. “Yo ni me drogo, mejor denme dinero”, les dije. Se llevaron el tabique y me dieron dinero. En noviembre de 2010 fui de visita al pueblito de donde soy originaria. Fui porque me había quedado de ver con una amiga. Íbamos para una fiesta, cuando le hablan por teléfono. Contesta y al colgar está muy nerviosa: —Ya me atoraron —me dice. Ella estaba viviendo con un amigo en común que es gay y que andaba trabajando con los Zetas. A mi amiga ya le habían ofrecido trabajo, pero no se quería meter en broncas porque trabajaba de policía municipal. —¿Por qué dices que ya te atoraron? —le pregunté—.

Es que me estaba hablando el encargado de aquí de los Zetas, quiere que vaya a verlo a una pollería en este momento. De pendeja voy yo también a acompañarla. Llegamos y se baja un tipo gordo de una camioneta. Lo primero que le dice a mi amiga es: —Mañana entregas tu uniforme a la municipal. No le preguntó si quería trabajar o si podía. Mi amiga le dice que no quiere trabajar, casi le suplica. El cabrón al que le dicen, “El Barrigón”, le contesta: —No te estoy preguntando si quieres; necesito gente. Y súbete a la camioneta porque iremos a ver al comandante. Yo me quedé parada como mensa, sin moverme, viéndolos. De repente escucho: —Tú también súbete a la camioneta, ya escuchaste cómo me dicen y no te puedes ir así nomás, tú también te vienes.

Fuimos a un pueblo como a 30 minutos. Nos presentaron con el comandante que me preguntó cómo me decían y le dije que “La Peque”; desde los trece años había trabajado en las cachimbas y así me decían los camioneros. Todo fue muy rápido. El comandante nomás dijo: —Está bueno, cabronas, mañana comienzan a trabajar, aquí están sus celulares; ahorita van a pasar a una gasolinera a recoger unos chips y unos cargadores. Me asusté mucho, le apreté la mano a mi amiga y le dije al oído: —Así de fácil ya me embarqué, ya valí verga, ya soy Zeta. A mi hermano lo habían matado ese mismo año, meses atrás.

Era chofer y no andaba en la malandrinada. Cuando empecé a trabajar con la organización supe por qué lo habían matado: andaba con una mujer que estaba casada con un policía que trabajaba para la gente (Zetas).

El policía hizo toda la movida (asesinato) por debajo del agua; porque no está permitido matar por cuestiones pasionales, para hacer eso se necesita permiso. Levantas a la gente de la que tienes instrucciones, pero no puedes hacerlo sin la autorización de los de arriba, de los jefes. Seré sincera: en su momento quise secuestrar al dueño de una gasolinera, pero tenía que reportarlo.

No era nada más que yo me moviera con mi grupo y lo levantara con el pretexto de que aflojara dinero; si hubiéramos hecho eso nos matan.

Levantar sin permiso de la organización es como robarle a la compañía, como se le dice; dentro de la plaza todo lo que está ahí es de ellos. La compañía te pide lealtad y respeto. Después me enteré que a la esposa y al policía asesino de mi hermano los habían descuartizado y quemado. Una tarde que nos reunimos me pregunta el comandante: —¿Sabes dónde está tu hermano?, ¿está completo?, ¿lo torturaron? ―contesté que sí a las dos primeras y que no a la última pregunta―. Qué bueno, quédate con ese consuelo. Tú y tu mamá saben a dónde irle a llorar, a dónde llevarle una flor; aparte saben que no lo torturaron. En cambio la familia de ese fulano y fulana andan huyendo, y no saben dónde quedaron tirados los restos.— ¡Qué a toda madre, pinche consuelo!, pensé, pero no dije nada… Te estaba contando cómo fue mi inicio.

Después de presentarnos con el comandante nos dirigimos a recoger los cargadores y los chips a la gasolinera; luego nos fuimos a la casa de mi amiga a cargar los celulares. Como a las dos horas nos marcan y nos pasan unos números de teléfono y nos dicen a quién y qué tipo de cosas debemos de reportar. A los cuatro días nos vuelven a hablar, pero ahora para recoger cuatro mil pesos para cada una, mientras nos llegaba nuestro pago: seis mil pesos a la quincena más 1,500 para gastos y fichas de saldo para celular. A cada una nos ubicaron en un punto de Pachuca.

Yo elegí trabajar de noche. Con lo del asesinato de mi hermano había tenido problemas con un agente de la PGR, al que yo acusaba de encubrir al asesino. Me tenía amenazada de muerte y yo me andaba escondiendo. Me mandaba mensajes por celular constantemente; me decía que me iba a chingar.

Subieron tanto de tono las amenazas que mis papás, mi hijo, mi hermana y mis sobrinos nos fuimos huyendo al DF.

Estando allá en la capital me manda mensajes el cabrón ése y me dice que ya sabe que estoy escondida en la delegación Tláhuac; ¡puta madre!, nos tuvimos que ir a esconder a Tlaxcala. Duramos meses ahí hasta que me harté de huir y de estarle jodiendo la vida a mi familia por mi culpa; ellos andaban conmigo porque yo tenía miedo de que al no encontrarme a mí se vengaran con ellos. Cuando supimos que las cosas estaban más tranquilas en Hidalgo, nos devolvimos y conseguí un cuerno de chivo. Le marqué al tipo de la PGR y le dije: —Ya me regresé y ya sabes dónde estoy, cuando quieras nos partimos la madre en el topón. —Me sentía segura porque comencé una relación con un agente de Fuerza y Tarea, la que es la Policía Estatal de Hidalgo; aunque él nunca supo que era Zeta, lo supo hasta mi detención.

Al final las amenazas se acabaron, al puto que me amenazaba lo terminaron rafagueando en Reynosa, Tamaulipas. Me detuvieron una tarde después de haber comido carne con chile; eran como las tres de la tarde.

Ese día estuvo muy agitado. Toda la mañana hubo señales de que algo iba a pasar. En la mañana cuando iba a comprar para desayunar, me encuentro en la calle a un tipo de la organización masticando el chip de su celular.

Le pregunté por qué lo hacía y me contestó que había mucho movimiento del ejército y la policía. Sospechaba algo malo; regularmente uno tiene que borrar los mensajes de entrada y salida del celular, pero a él no le bastaba eso, se quería tragar su chip. Mi RT siempre me decía que lo que yo debería guardármelo. Yo era halcón, pero hacía otras cosas que no puedo contar.

El día que me arrestaron, me había hablado para pedirme que me fuera a la casa de seguridad. Cuando llegué supe que era una pendejada para lo que me quería. Todo el asunto era que le cocinara carne en salsa verde para unas gentes que estaban de visita por unas horas, antes de irse a un enfrentamiento a Tula de Allende.

La comida no alcanzó y me dio mil pesos para que fuera al mercado a comprar bisteces y longaniza para otros sicarios que venían en camino y que también iban a tirar putazos. Voy al mercado, compro la comida y cuando ya iba de regreso recibo una llamada en donde me dicen que me esconda porque la casa de seguridad, donde había estado cocinando, está rodeada de camionetas de la SIEDO, del Ejército y de federales.

De pronto estaba cargando tres bolsas con verdura y carne, pero ahora en calidad de fugitiva. Decido comenzar a caminar como pendeja; no sabía para dónde ir. Caminé muchas calles hasta que llegué a un campo de futbol. Lo atravesé, entré a una calle y de pronto escuché unos carros que venían a toda velocidad. De repente ya estaban junto a mí. Se frenan, se bajan dos agentes y me suben de las greñas a una Suburban.

Lo primero que miro es a un tipo todo golpeado de la cara y con una venda en la cabeza. Uno de los agentes le pregunta: —¿Conoces a esta pinche vieja? —y contesta que sí me conoce; yo por instinto dije que ni madres, que yo no lo conocía, pero insiste: —Sí te conozco, hace rato me diste de comer en la casa de seguridad. —Lo miro y me acuerdo que fue quien me pidió un vaso de agua; como estaba muy golpeado no lo reconocía. De todos modos negué todo. No me sacaron de mi versión de que era sexoservidora.

De todo modos los policías estaban aferrados a que señalara ubicaciones, gente, casas, pero no dije nada. Yo creo que se enfadaron porque me llevaron al Ministerio Público y ahí me dejaron tres días. Luego me llevaron al arraigo de la PGR en el DF, por 78 días. Ahora estoy en Baja California, encerrada.

Tengo aquí tres años y hasta hace un par de meses había estado sin declarar y sin careos. Me he declarado inocente, pero creo que en un momento de desesperación me declararé culpable. Por ser halcón te dan cinco años y ese es mi delito, ser halcón. Cuando salga de la cárcel podría trabajar de nuevo con la organización, pero no quiero.

Esto me sirvió de experiencia, y no tanto por el encierro, el encierro no te acaba. Te acaban las experiencias personales que vives estando en el encierro. Estando aquí en la cárcel mis papás fallecieron.

Pero al salir de aquí saldré con una mano atrás y otra por delante; me veré en una necesidad económica muy grande. ¿Y quién me va a pagar ocho mil pesos a la quincena por irme a parar cuatro horas a la calle? Siempre es tentador volver.





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